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Javier Rubio Nomblot

EL UNIVERSO DEL ARTRÓPODO

"ISLAND INLAND" catálogo individual. Editado por la Diputación de Valladolid 2007.

 

Tal y como están las cosas –y nosotros de inermes frente al obstinado silencio que la mayoría de ellas nos devuelve- no creo que pueda entenderse esta a menudo extraordinaria obra última de José María Marbán sin saber de donde viene este artista o, lo que es lo mismo, qué ha atisbado en esos veinte años que lleva analizando el paisaje entendido este, claro está, como construcción atípica y problema último: cada vez más, todos somos posestructuralistas -ignorándose tal cosa más plenamente a medida que el mecanismo se sofistica- pero la naturaleza, pase lo que pase, nunca se deja atrapar en estructura alguna y su misteriosa inasibilidad contamina nuestro encuentro con ella; y este, por más que el paisaje que nos rodea sea casi siempre artificial, se reitera más de lo que parece porque nuestro propio cuerpo –y el del otro- sigue presente en la edad del paisaje euclidiano y de la máquina (la rodante o la voladora, la supercalculadora, la transmisora instantánea de símbolos, etc..) y ese organismo, como sucede a cada instante en el entorno salvaje, enferma, envejece, es derrotado por sus hijos y muere pero, sobre todo, es un bullir perenne (siendo todo hervor informe), un cóctel de tormentas eléctricas, cambios de temperatura, movimiento de fluidos, acoplamientos y divisiones, reacciones químicas, degradaciones y apariciones: puro paisaje abstracto; y sabido esto, faltaba únicamente construir un alma a imagen y semejanza de esa informidad que, curiosamente, alienta y evoluciona; “los acontecimientos espacio-temporales del cuerpo de un ser vivo que corresponden a la actividad de su mente, a su autoconciencia u otras acciones son, si no estrictamente deterministas, en todo caso estadístico-terministas”, dijo entonces Schrödinger (What is life? The Physical Aspect of the Living Cell, 1944) para dejarnos, de hecho, inermes ante la materia viva que conforma nuestro cuerpo y cuyo agitarse automático da lugar a lo que, durante tantos milenios, creímos que eran nuestros pensamientos.

 

No es extraño, por tanto, que el hombre pensante suprimido por la física estadística, luego antropológicamente muerto por el estructuralismo (“El fin último de las ciencias humanas no es construir al hombre, sino disolverlo”, dirá Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, 1964) y finalmente pseudoreencontrado como artrópodo en un espacio ya plenamente informe sin el esqueleto de los “metarrelatos” (“Todo aquello que es recibido, aunque sea de ayer, debe ser objeto de sospecha”, clama Lyotard en La condición posmoderna, 1979), se asome al paisaje esperando hallar, no una ordenada sucesión de sólidos, sino una materia líquida e inaprensible cuando no un espejismo fluctuante cuya verdadera forma, de existir, sin duda diferiría radicalmente de lo que vemos: el artista del Renacimiento inscribe las formas en una inextricable estructura geométrica a la que le otorga un valor simbólico e incluso Cézanne aconseja en sus Cartas “tratar a la naturaleza por el cilindro, la esfera, el cono, todo en la debida perspectiva”; José María Marbán ha mostrado, a lo largo de estos años de búsqueda y análisis, que no sabría contemplar el paisaje sin un microscopio y un satélite, sin llevarse un puñado de tierra y una rama y, sobre todo, sin considerar que el cuadro ha de ser en sí mismo una prolongación de esos fenómenos inmensurables –inmunes a la reestructuración artificial- que son el paisaje: “es como si la naturaleza misma realizara las imágenes como por puras reacciones químicas; como una continuación de lo natural se producen estos dibujos que no importa si están gestados con lápices, pintura, tintas, pigmentos o nuevos medios tecnológicos”, declaró con ocasión de su muestra Procesos (León, 2004), título este que, claro está, es el único sinónimo posible de paisaje.

 

Y si se dijo que conviene conocer el conjunto de la investigación marbaniana fue porque aquellos cuadros primeros –figuraciones inconcretas dictadas por la materia pictórica que acaso puedan relacionarse, por su cualidad líquida, con las del lírico Alberto Reguera- en nada difieren de sus actuales fotografías e infografías: Marbán no sólo ha demostrado que su entronque con la tradición de la imagen de síntesis –que se produce hace siete años- es plenamente legítimo (y accesoriamente, no aniquila a la pintura) sino que, como se certifica en esta exposición, es un auténtico mago de la manipulación digital, dotado de una sensibilidad específica (el que haya aquí espléndidas fotos no retocadas impide ya que podamos recurrir al concepto de efecto especial y debamos considerar sus intervenciones en la imagen como nuevas capas de realidad del mismo modo que Hofmann interpretó la diversidad de materiales y resonancias consustanciales al códice medieval y al collage cubista en Los fundamentos del arte moderno, 1987) y bendecido con una claridad de ideas que en este neomundo virtual suele brillar por su ausencia.

 

No creo que, a la vista de obras tan inapelables como sus estudios del movimiento del agua –metáfora definitiva de una desvertebración del relato, osada pero tan calculada que alumbra, de nuevo, lo maravilloso-, deba añadirse mucho más: este artista ecléctico está embarcado en una reelaboración del paisaje -por qué no decirlo, del paisajismo- que acaso tienda a subsumirlo todo –desde la vista aérea hasta la construcción matemática pasando por lo objetual y lo “específico para un sitio”- pero que, en cualquier caso, hunde sus raíces en la pintura, entendida esta como espacio autónomo y táctil, como lenguaje de imágenes e impresiones, como una creación de intuición y subjetividad que es siempre inmune a otras formas de conocimiento.

 

Javier Rubio Nomblot

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